J. Riquelme Salar, en su libro “Historia de Abanilla”, en la nota al pie nº 16, página 166, refiere que: “José Rocamora (errata: debe decir José Tristán Rocamora), terrateniente de Mafraque, fue alcalde ordinario a mediados del siglo XVIII y a pesar de no tener estudios oficiales, mantuvo con coraje y audacia sendos pleitos con la poderosa Orden de Calatrava. Viajó y litigio, con constancia y enardecimiento para conseguir sus propósitos y para ello no regateó esfuerzos ni dinero. También sufrió prisión en la cárcel de Murcia (…) tenemos que reconocer que José Tristán Rocamora fue un quijote, abnegado defensor de los intereses colectivos, en contra de los abusos y arbitrariedades de la dominante Orden de Calatrava”.
José Tristán Rocamora, casado con Catalina Zárate, era hijo de Ginés y de Beatriz, bisnieto de José Tristán y Benita Torá (donantes del solar donde se construyó el templo parroquial de San José), sobrino del presbítero D. Francisco Ruiz Asturiano y primo de los también presbíteros D. Antonio Marco Rocamora y D. Francisco Ruiz Tristán, mencionados todos ellos en el libro “Abanilla. Historia de su Parroquia”. Ejerció los cargos de concejal, procurador síndico y alcalde del Concejo abanillero. También ostentó los nombramientos de notario apostólico y alguacil de la Santa Cruzada en esta villa. Como concejal y procurador síndico, llevó el contencioso que interpuso, en 1761, el administrador del infante D. Luis Antonio de Borbón, comendador de la villa, contra el Concejo, por cuestiones de diezmos y servicios. Tuvo que viajar repetidas veces a la Corte y, en septiembre de 1762, al archivo del Sacro Convento Calatravo, para el refrendo de los documentos históricos. En el recurso que el abogado defensor, licenciado D. Álvaro Martínez de Rozas, elevó al Consejo General de las Órdenes, en segunda instancia y en grado de súplica, a la resolución dada el 27 de abril de 1774, hizo constar lo siguiente: “y menos que a su amante y fidelísimo defensor José Tristán Rocamora, se le connota con los dicterios de fomentador de sus precisos recursos y sostenedor de su defensa, como de sus derechos y regalías, cuando por lo propio es digno de toda alabanza”.
Unos legajos procedentes del arca que hubo en la ermita de Mafraque, que todavía se conservan, nos aclaran ciertas actuaciones del referido José Tristán Rocamora:
- En 1777 obtuvo la autorización para construir el azud existente en el rio Chícamo, a la altura de Muzarra, que recogía las aguas de la rambla del Zurca y de Balonga y las conducía para regar la Cañada de los Pereteros, los Rulos, el Paúl y Mafraque; paraje donde tenía una extensa finca.
- En un testimonio realizado en 1780, ante el escribano Antonio Guardiola de Aragón, sobre la propiedad de la finca de Mafraque, por agrupación de varias heredades y adquisiciones, se refleja que ostentaba el cargo de alguacil de la Santa Cruzada y la existencia en dicha finca de casa vivienda, era para las mieses, ejidos, horno de pan cocer, aljibe y una ermita.
- Un Breve y el escrito del Obispado autorizando decir misa en dicha ermita, fechado el 24 de julio de 1776. El Breve es de papel duro, tipo pergamino, escrito en latín, con sello episcopal al agua y sobresello de la cruz de Calatrava recortado y pegado. Se halla depositado en el Archivo Parroquial. Por el testamento de Catalina Zárate, su viuda, realizado en 1798, existente en el A. H. P. MU, protocolo del escribano Antonio Guardiola de Aragón, sabemos que esta familia poseía “un rosario de Jerusalén y un lignum crucis de su propiedad”.
- Varios recibos de pagos de misas encargadas en iglesias de Murcia y otras poblaciones limítrofes, en cumplimiento de últimas voluntades de albaceas.
- Varios arqueos de contaduría y fondos de caudales del Ayuntamiento.
- Un escrito de súplica, que tramitó en 1770, denunciando el abuso que el administrador y gobernador de la Encomienda, Don Jaime de Salazar, quería efectuar en la percepción de los diezmos de frutas, “queriendo subastarlos antes de su recolección, para que la persona en quién quedase pudiese cogerlos cómo y cuando le pareciera, a no ser que el dueño de la heredad quisiere entregarle el valor que importase su valuación y tasa”. Los autos de este proceso fueron diligenciados por el escribano Juan Antonio Martínez Ramírez. Con motivo de oponerse al administrador en esta cuestión, éste le envió preso a la cárcel de Murcia, alegando intromisión del Concejo en asuntos de la Encomienda. Le quitó el cargo de notario apostólico y el de procurador síndico. Tal fue el rigor de la prisión que cayó enfermo y fue liberado por motivo de salud.
- En 1774, ante la negativa de la corporación municipal a seguir gastando dinero de los propios del Concejo, para la defensa del referido contencioso interpuesto, en 1761, por cuestiones de diezmos y servicios, José Tristán, Ginés Marco Vives y Don Juan Cabrera y Cereceda, suscribieron un protocolo ante el escribano Pedro Bueno Hidalgo, para hacerse cargo de los gastos del proceso. Se conserva un recibo de la entrega de mil reales de vellón al letrado defensor, por mediación de Don Ramón Cabrera, fechado en Madrid el 22 de diciembre de 1774.
- De 1762, existe un auto por el cual el alcalde ordinario José Ruiz Rocamora, residente en el partido de la Peña Roja, denuncia la actitud libertina y abusiva del escribano Juan Avilés, nombrado para este oficio en Abanilla desde 1757, por el administrador y gobernador de la Encomienda, el licenciado Don Jaime de Salazar. Dice así: “desde el día en que éste (Juan Avilés) entró en la población comenzó a descubrirse su genio altivo, dominante, mujeriego, libertino y licencioso, y particularmente una notable propensión al vicio abominable de la lujuria en que se ha cebado y en que ha proseguido con tanto exceso, libertad y desvergüenza que no ha habido mujer alguna de buen parecer, doncella, viuda o casada a quién no haya tanteado e inquietado, ya con ofertas, ya con amenazas y ya por otros ilícitos medios para que condescienda con sus lascivos intentos, llegando a tal extremo su descaro y escandaloso proceder que no se ha desdeñado manifestar públicamente, ante diversas personas, sus mismos pecados, nombrando los cómplices y sitios en que los ha cometido, haciendo alarde de su mala vida y de que vive sin temor a la Justicia, ni a superior alguno, añadiendo que lo más que se puede hacer con él es destinarle al presidio de Orán, lo que esto sería enviarlo a su casa, por cuanto ya estuvo en él y sabe lo que allí pasa y que es un paseo delicioso (…) Ciertas expresiones y otras muchas que de ordinario profiere el citado Juan Avilés, tienen su origen en su propia altanería, ningún temor a Dios ni respeto a la Justicia y también en el mucho valimiento y protección que encontró en el dicho Don Jaime de Salazar, quién supo tergiversar la horrenda culpa del adulterio continuado que aquel cometió pública y escandalosamente, con quien es bien sabido en esta villa, introdujo en su misma casa y cama a una mujer, estando la suya propia ausente y con la que cohabitó algunos días y noches, haciendo que su misma criada doncella les llevase el chocolate. Y habiendo procesado el citado Salazar por ante el infrascrito escribano, quitó a éste los autos y le hizo formar otros en que supuso para su prosecución cierto disgusto entre el nominado Avilés y D. Antonio Marco Rocamora, clérigo de menores, todo a fin de deslumbrar y oscurecer tan grande delito y liberarle de resultas fatales (…) y que así de los propuestos casos y hechos, como de otros y del desastrado y licencioso modo de vivir que ha tenido y tiene el citado Avilés, prevalido del expresado administrador, a resueltas de su propia casa y familia en continuado disgusto, ruidos, pendencias, golpes a su propia mujer, arrastrándola por los cabellos repetidísimas veces y en algunos malamente, por lo que se ha visto precisada a salir de ella y retirándose a la del párroco y a otras, habiendo pedido Justicia contra el dicho su marido, ante Juan Zárate, alcalde, y otros quienes aunque entendidos de cuanto ocurría y de las justas causas que inducían a la susodicha, no resolvieron el correspondiente castigo, intimidados con las amenazas del mismo Avilés y el mucho valimiento de éste, de parte del administrador, el cual hasta que fue removido a otra encomienda tuvo subyugado, oprimido y amedrentado a todo el pueblo y sus vecinos, con su genio intrépido, soberbio y nada caritativo. Y todo y así los alcaldes temían llegar a denunciarle cualquier exceso de sus dependientes y más del citado escribano, porque sabían era muy a medida de su deseo y también porque la propia mujer de éste, públicamente dijo muchas veces que Salazar no se mordía con su marido, porque con éste tenía cuanto necesitaba para todos sus enredos y picardías y que si Avilés le faltaba de su lado no hallaría aquel quién le diese, como este, testimonios falsos para apoyar sus cuentas y enredos (…) y la mala opinión en que han constituido a dicho escribano, Avilés, sus mismas operaciones, ha llegado a tal estado que si de hecho o por casualidad, entra en cualquier casa, ya se mira ésta y la familia que la habita con desprecio de las gentes y como que le ha caído algún feo borrón. Y por lo mismo las personas de honor que habitan en esta villa no le permiten entrada en las suyas (…). A este auto se le adjuntaron testimonios y diligencias. José Tristán Rocamora hizo constar que: “Estando en la ciudad de Murcia, preso en ella y sus arrabales, de orden del Sr. Gobernador Provisor y Vicario General de este obispado de Cartagena, por el lance acaecido en la iglesia parroquial de la villa de Abanilla, en la mañana del Domingo de Ramos de este presente año, por haber roto una palma labrada y destinada para el administrador de la Encomienda de dicha villa, con desdoro y menosprecio del Ayuntamiento de ella, a cuyas expensas se reparten en dicho día. Recibo la Real Provisión de Su Majestad y Señores de la Real Chancillería de Granada, acompañada de una carta del Sr. Don Pedro Dávila, su fiscal, cuyo real escrito sacó del correo ordinario de esta ciudad, Benito Sánchez Cutillas, vecino de dicha villa, por cuya mano fue a la del Sr. Salvador Pérez, alcalde ordinario y mi compañero en dicha villa y de Lorenzo Guardiola, escribano del Ayuntamiento de ella, quién visto su contexto me la remitió hoy día 22 de abril (1764), notificándome lo ocurrido en la noche anterior, que fue cuando la recibieron. Cuya Real Orden estoy pronto a obedecer, luego inmediatamente que me restituya a esta villa, según y como en ella se previene. Y para que así conste todo lo ocurrido y obre los efectos que haya lugar lo anoto, testifico y firmo en Murcia a los ocho días mes y año. Firmado: José Tristán Rocamora. Justifico igualmente haberme mantenido preso en esta ciudad y sus arrabales, desde el día 16 de abril hasta hoy 19 de octubre de este año de 1764, que se me concedió libertad por el Ilmo. Sr. Nuncio de estos reinos de España. Y para que así conste lo pongo por diligencia y firmo en dicha ciudad. El obispo de Cuenca intercedió para su excarcelación. Probablemente medió en ello Don Juan Cabrera Cereceda, residente es esa ciudad, terrateniente con propiedades en Abanilla (entre ellas la finca de la Casa Cabrera), a cuyo cargo estaba su hijo Don Ramón Cabrera La Encina, residente es esta villa. Los autos contra el escribano Juan Avilés, por deliberación del administrador y gobernador de la Encomienda (que implícitamente conllevaba el cargo de justicia mayor de la villa), no fueron cursados a la Real Chancillería, por lo que el fiscal de la sala de lo criminal de ésta, al tener conocimiento del caso, requirió a José Tristán, en carta con sello secreto, la cual le fue entregada en la cárcel de Murcia (como en su declaración hizo constar), para que efectuara las averiguaciones pertinentes y se las remitiera. Para completar el sumario tuvo que desplazarse al Grao de Valencia, en busca del escribano Jerónimo Antonio Medina, sucesor de Juan Avilés, al que se le suponía que los tenía. También le requirieron para que efectuase las averiguaciones pertinentes, respecto al testimonio dado por el escribano Lorenzo Guardiola de Aragón, referente a la inserción de un papel infamatorio que se encontró fijado en uno de los costados de la plaza pública de Abanilla, que había sido encontrado por el cura párroco. El escribano Jerónimo Antonio Medina manifestó lo siguiente: que el auto de la cómplice del adulterio cometido por Juan Avilés, mujer casada, por la reverencia al matrimonio no llegaron a tener cumplida formalización, por cuanto que el dicho gobernador, al auto de oficio de la notificación que se le dio de que abusando el referido Avilés del mismo delito y asistiéndoles al desayuno en el lecho existente en la casa de su morada, una criada suya, se hizo anotación en borrador de lo que en el asunto supieron y declararon algunos testigos, entre ellos el alguacil mayor de la Encomienda y dichas notas y auto, dicho gobernador los reservó en su poder, con el pretexto de su progresión, que ya no tuvo, aunque manifestó se le castigaría su delito al insinuado Avilés, por otro que a la sazón había incurrido, de poner manos como violentas a un clérigo de menores que en dicha villa residía, llamado D. Antonio Marco. Y los autos de este procedimiento pasaron ante mí.
J. Crespo García, en su “Miscelánea de Abanilla”, reseña lo siguiente: “En el siglo XVIII, los comendadores de Abanilla emprendieron una serie de demandas contra la villa, haciendo que ésta, por defenderse ante los tribunales, se gastara grandes cantidades que necesitaba para sus necesidades, pero al fin triunfaron, después de un ajetreo que pone de manifiesto la mala fe de los administradores de la Encomienda”. El contencioso de 1761, concluyó a principio del siglo XIX.
En vista de los desmanes ocurridos en esta villa, protagonizados por el escribano Juan Avilés, con el valimiento y la permisividad del gobernador Don Jaime de Salazar, cabe recordar lo sucedido en Fuente ovejuna, en la persona de su comendador, Fernán Gómez de Guzmán, de la Orden de Calatrava, inmortalizado por la pluma de Lope de Vega, porque como dice un consabido proverbio: “Sólo la realidad supera a la ficción”. Queda patente a través de la Historia, que los críticos que intentan defenderse de los abusos y arbitrariedades de los poderosos, denunciando sus atropellos, cuan quijotes de su época, son extorsionados por éstos soterradamente. Hay que tener una entereza y un tesón fuera de lo común para no sucumbir en el intento, a sabiendas de que solamente el tiempo es capaz de discernir la historia y dejar a cada cual en el lugar que le corresponde del escalafón de valores éticos, morales o sociopolíticos.
E. Marco, con la colaboración de Antonio Gambín Pertusa y José Tenza Lajara (Pepe el del ciego de Dionisia)
Se ha publicado íntegro como anexo al wwwelpregonsatirico.es.vg edición 2004 y en la revista cultural Musá Ben Nusayr de 2004.
Nota posterior: En el programa de fiestas de 2010, se ha publicado lo siguiente:
VIOLENCIA DE GÉNERO EN LA VILLA DE ABANILLA, DEL REINO DE MURCIA, EN EL SIGLO XVIII
En lo referente a José Tristán, considero conveniente referir los dos primeros párrafos:
En el número 6 de la revista LA ALBERCA, que edita la Asociación de los Amigos del Museo Arqueológico de Lorca, Joaquín Gris Martínez hace una exposición y análisis del tema en cuestión, a raíz de la Real Orden del 09-10-1764, en la que se ordenaba el alistamiento forzoso en el Ejército Nacional de gentes ociosas, viciosas y mal entretenidas, además de borrachos de costumbre y ladrones consumados, con edades comprendidas ente los 16 y los 40 años, solteros o casados. Otros RR. DD. Posteriores establecieron el recogimiento de estos individuos, por ser perjudiciales a la sociedad. Todo esto dio origen a que los concejos emitieran informes al respecto de este tipo de gentes que pululaban en su jurisdicción. En lo correspondiente a la leva de 1764, el Ayuntamiento de Murcia elaboró un dossier de 493 informes, de los que 219 correspondían a individuos de su término municipal y 274 a los pueblos pertenecientes al Reino de Murcia. De estos informes 13 eran del concejo abanillero, de los cuales nos vamos a ocupar de reseñar, abreviadamente, en este escrito, por considerarlos parte de nuestra historia local.
Entre los más significativos hay dos que corresponden a sujetos que superan los 40 años, casados y asalariados ambos de la Encomienda, de la que era comendador el infante don Luis Antonio de Borbón, hermano de Carlos III y hermanastro de Fernando VI. Se trata de Juan Avilés y Osorio, escribano de la misma, de cuyas andanzas y fechorías ya dio cumplida relación E. Marco, en la revista cultural Musá Ben Nusayr de 2004, en el escrito que lleva por título “José Tristán Rocamora, un Quijote Abanillero”. El otro era Benito Sánchez Cutillas, recolector de diezmos. En el informe sobre ambos, firmado por el alcalde José Tristán Rocamora, se denota una especial aversión hacia dichos sujetos, a los que define como lobos carroñeros, acusándoles de ejercer violencia machista desde la posición de dominio que le otorgan sus empleos, intentando agravar a los vecinos con injustas exacciones y manipulaciones, con sesgados y torcidos informes, pretendiendo la persecución de cuantos conceptúan como enemigos de la Encomienda, incluyendo al alcalde, concejales y escribano del ayuntamiento; todo un ejemplo del caciquismo secular de la época. Y aunque dichos personajes sobrepasaban la edad de los 40 años fijada para la recluta, el alcalde consideró conveniente incluirlos, junto con los otros 11 restantes, por calificarlos de ociosos, viciosos y mal entretenidos. El alcalde apostilló lo siguiente en su informe: “porque en caso contrario, si fueran excluidos, pienso que, además de representar una gran injusticia, se diría con razón que los pájaros gordos se reservan y los pequeños se pelan”.